miércoles, 21 de marzo de 2012

La lánguida y amarillenta luz del compartimento cae derrotada sobre nosotros, dando a nuestros oscuros ropajes y nuestra rugosa piel una gravedad cuando menos inquietante. Sara duerme plácidamente con su cabeza apoyada en mi hombro, como tantas otras veces, como siempre, el movimiento y mi hombro son para ella garantía suficiente de poder vivir sin que el miedo la mate. Mientras, yo me arreglo para seguir escribiendo un cuaderno más de este vivir de estaciones intermedias y ajeno a cualquier destino. El nuestro no es llegar, llegar es una palabra que no figura en nuestro dialecto de eternos viajeros. Quién lo iba a decir de nosotros, dos sedentarios natos, pero al final todo se dice, hasta lo imposible de pronunciar, y es que al final no somos sino lo que los demás pronuncian, pero eso no lo aprendimos hasta que nos fuimos criminalmente pronunciados. Antes nos creímos invulnerables, no en vano éramos tan jóvenes como estúpidos. Como lo debe ser ese joven que tengo sentado frente a mí y que al menor descuido se roba con una ingenuidad que me maravilla la mirada del libro que está leyendo, y trata de leernos, de algún modo pronunciarnos, pero ahora, lo sé, con cierta pena, no en vano somos dos viejos a la sombra de una luz a la que le resulta imposible ocultar nuestro ancestral y peculiar cansancio, el que sin duda imprime el ir continuamente de un lugar a otro sin otro afecto que el de cambiar de tren, que el de retomar el viaje. En algún momento, aprovechando un cruce de miradas, me va a preguntar algo, lo sé. La sospecha se cumple de inmediato, el joven baja la voz y pregunta: “¿Un largo viaje?”. Si estuviera ella despierta me acompañaría en la complicidad de una sonrisa, pero ella duerme, debo ser yo el que responda y lo hago sin excesiva convicción, bastante, sí bastante. Podría haberle dicho, 59 años con sus 365 días más los de los bisiestos, pero eso sonaría a senil excentricidad, y él no desea pronunciarnos así, él desea hacerlo con lástima. Además, qué trayecto soportaría explicarle a alguien que llevamos viajando más de tres cuartas partes de nuestra vida. Que hemos recorrido todos y cada uno de los kilómetros de vía férrea que recorren la geografía de la vieja Europa, y las arterias principales de buena parte de Asia. Si lo hiciera, él esperaría una historia interminable, y más tratándose de un viejo, pero le defraudaría, lo sé. Porque la razón, es miedo a detenernos, sólo eso, y la razón de ese miedo, el huir de un mal presentimiento que se hizo un día realidad y que nos obligó a creer en todo lo que no habíamos creído antes, a rogar a los cuatro puntos cardinales, a jurar en nombre de virtudes de las que aún no disponíamos, y en un último momento, a expresar un deseo que se nos hizo realidad, marcando a fuego de raíl el sendero de nuestras vidas. Hacía unos días que nos habían detenido, después de que alguien denunciara nuestro escondite, y cuando ya las tropas aliadas cercaban Berlín. Fuimos conducidos con otros muchos, demasiados todavía para la sistemática brutalidad de aquella feroz persecución, al interior del sucio vagón de un tren de mercancías, tal vez de ganado. Todos sabíamos por la estrella trapo que nos cosieron en la solapa, cuál era nuestro destino, Dachau. Y lo era, pero cuando el tren se iba a detener en la estación de Munich, la encontraron tomada por las tropas Rusas, y el tren tuvo que seguir, y ya no se detuvo, y fue así como aprendimos que para huir del horror no había otra posibilidad que la de impedir que se detuviese, y no lo hizo ni lo va ha hacer, al menos mientras Sara y yo vivamos

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