miércoles, 21 de marzo de 2012

JORGE Luis Borges, que es una enciclopedia de citas y anécdotas y cuya existencia como personaje real parece discutible, afirmaba que casi todos los autores están orgullosos de los libros que han escrito, aunque él, sin duda, se enaltecía mucho más de los libros que había leído. Puede aprenderse a escribir con soltura, precisión y cierta elegancia, pero el talento de saber leer ya es algo más complejo, un don que se trae a este mundo y que cuesta muchísimo cultivar hasta el virtuosismo de, por ejemplo, del mismo Borges, quien acometió con éxito la proeza de leer la Enciclopedia Británica para sacarle el mismo provecho que a la más exquisita obra literaria. Leer es el acto de suprema autoridad, sin duda el más laborioso y creativo de todo fenómeno literario porque buenos escritores los hay a miles, pero los avezados intachables lectores se cuentan con los dedos de una mano. Cualquier librero sabe que de los cientos de personas que pasan cada día por su establecimiento, sólo dos o tres son auténticos lectores. Se les reconoce porque saben abrir un libro sin estrenar el indemne crujido de las tapas recién encuadernadas y por el reconcentrado esmero que usan a la hora de consultar las primeras páginas, las solapas y la contracubierta del volumen que acaso lleguen a comprar. Un lector verdadero no va a la librería en pesquisa de libros, sino que aparece por entre las estanterías y anaqueles como alma en pena buscando redención, esperando la llamada susurrante que transcienda la hermética baluerna de todos esos libros tan sólidos sin leer, empacados en sus lomos terribles. Para el verdadero lector es un orgullo haber acabado de la primera a la última letra algunos libros, cierto, pero la fascinación por la literatura consiste y toma sentido y emoción en todos esos libros que no ha leído aún y de los que espera merecer claras señales de afinidad en el momento oportuno. Deambula y suspira quedo entre libros mudos hasta sentirse elegido. Es el instante insuperable de la revelación. Josep Pla, casi cumplidos los cincuenta años, se lamentaba: «¿Qué poco ha leído uno y cuánta frivolidad he puesto en mis lecturas!». Frase que no deja de ser como poco inquietante si consideramos la monumental erudición del ampurdanés y lo prolijo y variado de sus lecturas. Pero él, como muchos lectores de raza, sufría esa desazón y el convencimiento de que todo lo importante, lo decisivo, lo que en verdad le habría servido para considerarse un lector 'hecho', estaba todavía por descubrir. La lectura, para desesperación de sus adeptos (que, como mantenía hace unas líneas, son pocos), es algo que nunca termina, una meta que nunca vamos a alcanzar, una certeza que nunca llega a producirse. Es el mismo síntoma que afecta a los rastreadores pertinaces de la verdad y la belleza: el camino, lleno de alentadores descubrimientos intermedios, se hace cada vez más largo y más dificultoso de transitar, siempre bajo condena de ver y ser capaces de describir el misterio pero sabiendo que nunca llegaremos a entenderlo y mucho menos a explicarlo. Las palabras del concienzudo Wittgenstein sobre su propia obra son demoledoras a este respecto, y estoy convencido de que todos los escritores y lectores deberían recurrir a ellas, como terapia de humildad e incitación a la perseverancia, cada día y nada más meter los pies en las zapatillas junto a la cama: «Mi obra consta de dos partes, la que está escrita y la que no he podido escribir, y es esta segunda parte, precisamente, la más importante de cuanto debería haber publicado». Bajo esa perspectiva y condiciones resulta perezosa, francamente algo párvula, la reflexión acerca de esos libros universales que todo el mundo conoce y que casi nadie ha leído, como parece ser el caso de El Quijote, cuyo cuarto aniversario se ha iniciado con un entusiasmo espectacular. Los escaparates de las librerías están ya colmados de diversas ediciones de la magna obra de Cervantes, y queda por desembalar el grueso de la oferta. En pocos meses las actividades, conferencias, debates, congresos y demás buhonería literaria en torno al Quijote abarrotarán la peregrinación de sapiencia cervantina que ya prepara con ánimo festivo las maletas. ¿En verdad tiene importancia que muchas o pocas personas hayan leído El Quijote? Quizás de esta novela y algunas otras obras literarias pueda afirmarse que su importancia radica en que han transcendido el hecho en sí de la lectura para acomodarse con soberana plenitud en esa instancia, 'la más importante', de aquello que no se ha leído y compone el capítulo fundamental lleno de atracción y hechizo para el imaginario común de toda una cultura. Lo mismo podría decirse del Ulises de Joyce, no ya refiriéndonos a todos esos escritores que lo señalan como novela fundamental del siglo XX y que, sin embargo, nunca fueron capaces de digerir el capítulo dieciocho de la misma, sino también a los miles de personas que cada año celebran el Bloomsday en Dublín y rememoran y se regocijan en las excelencias de una obra que, probablemente, ni han leído ni nunca llegarán a leer. Sobre lo muy experto que es el público en asuntos de la Ilíada y la Odisea y las siete docenas de verdaderos lectores que ha tenido Homero, cualquier comentario sería de una obviedad reiterativa. Tenía razón Josep Pla, en efecto, qué poco ha leído uno; y no digamos Wittgenstein cuando señalaba la relevancia absoluta de lo que ni se ha escrito ni se ha leído. Tiene toda la razón del mundo ese lector voraz y siempre insatisfecho que llega a la librería como superviviente en el naufragio de mil novelas y, sin perder el ánimo un suspiro, sigue respirando ansioso entre volúmenes cerrados, en frenética espera, deseando un libro como se desea una mujer de la que nada sabes aunque el rumor de los días entre libros, que es el rumor de la vida aproximadamente, asegura que en el mismo instante en que tus ojos descubran su figura quedarás perdidamente enamorado de ella, para siempre. Entonces uno descubrirá que el misterio perdura, y que tampoco era tan importante haber leído cuatro veces El Quijote. Total, uno puede permanecer toda la vida junto a la persona amada, con el libro de los libros sobre la mesita de noche, y nunca va a descubrir qué cosa tan extraña y tan acechante y tan dulce y tan tirana es el amor, y los libros, y un par de cosas más en verdad devastadoras e irrenunciables y de las que otro día les hablo, si me lo permiten.

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